OBAMA Y LAS TENTACIONES DE LA “GUERRA BUENA”
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OBAMA Y LAS TENTACIONES DE LA “GUERRA BUENA”
OBAMA Y LAS TENTACIONES DE LA “GUERRA BUENA”
Ernesto Semán (Página/12)
Vietnamistán
El presidente electo criticó duramente la presencia en Irak, pero
definió como “justa” la guerra en Afganistán. Esto recuerda a un
presidente que Obama no mencionó, Lyndon Johnson, que terminó hundido
en un país lejano de Asia. El peligro de que el flamante demócrata
encuentre su propio Vietnam.
Hasta el miércoles pasado, Indi Khel era un pueblo más de Pakistán, a
unos treinta kilómetros de Bannu. Ese día, un avión norteamericano sin
piloto disparó un misil sobre una de las casas de la ciudad, matando a
cinco personas y convirtiendo a Indi Khel en el primer blanco de los
Estados Unidos en territorio paquistaní por fuera de las zonas tribales
que limitan con Afganistán y son su verdadero blanco militar.
La repetición de acciones aisladas, la reacción que pone en marcha una
escalada de violencia y el involucramiento de la primera potencia
mundial en un conflicto militar que no puede abandonar ni ganar... a
cualquiera que tenga algo de memoria, el incidente del miércoles le
recuerda a Vietnam. No es una buena noticia para Obama: Estados Unidos
ya tuvo un gobierno cuya política interna fue una de las más
progresistas y exitosas del siglo XX y que terminó destripado por su
propia estrategia militar. Es poco probable que Obama quiera repetir el
ejemplo.
De las tantas analogías históricas con las que se viste su llegada al
poder, una de las menos mencionadas es la de Lyndon B. Johnson. El
presidente electo ha hecho referencia a una decena de ex mandatarios,
incluyendo a Ronald Reagan, pero ni una palabra para el gobierno de
Johnson, justamente el que abrió las puertas de la integración racial
como ningún otro, iniciando en muchos sentidos el camino que culminó el
4 de noviembre.
Claro, está el detalle de Vietnam.
De las mil cosas que Obama puede hacer para arruinar su gobierno,
transformar a Afganistán en su propio Vietnam es una de las más
tentadoras. Sobre todo considerando la insistencia con la que, durante
la campaña, el candidato demócrata hizo del ataque a Afganistán “la
guerra buena”, como uno de sus argumentos más fuertes para criticar la
invasión norteamericana a Irak durante el gobierno de George W. Bush.
La analogía con Vietnam no reside en la precisión militar o ideológica
de la comparación, sino en la infeliz combinación de una política
interna transformadora e incluyente arruinada por una desastrosa
política exterior.
No son los mejores recuerdos para el Partido Demócrata. Después del
asesinato de John F. Kennedy, Johnson terminó su mandato y en 1964
derrotó al republicano Barry Goldwater con un 22 por ciento de margen,
una de las diferencias de votos más grandes de la historia. Cuatro años
después, con bajos índices de popularidad y sin control del partido,
Johnson se convertía en uno de los dos únicos presidentes del siglo XX
que no buscaron su reelección.
¿Qué pasó entre un record y el otro? Para muchos, el recuerdo es que
pasó Vietnam, aunque la historia es algo más compleja. Johnson retomó y
expandió la agenda interna de Kennedy. A ese gobierno, Estados Unidos
le debe la creación del Medicare y el Medicaid los sistemas públicos
de ayuda médica para ancianos y pobres el incremento de fondos para la
educación, la reducción de impuestos para sectores de bajos ingresos y
el uso de fondos del estado federal para incentivar regiones
económicamente deprimidas. Sobre todo, le debe la legislación que más
hizo contra la discriminación racial, imponiendo ideas, criterios
precisos y fondos para asegurar una mayor integración de los negros en
el sistema educativo, la política, las elecciones y la economía. Su
ofensiva, montada sobre el punto más alto del movimiento por los
derechos civiles, consolidó la ruptura en el Partido Demócrata con los
sectores más racistas del sur, y le aseguró desde entonces cerca de un
90 por ciento de los vo
tos e
ntre los negros.
Desde aquella época, un deporte favorito de los norteamericanos es
tratar de determinar qué tenía Johnson en la cabeza cuando finalmente
hizo explotar Vietnam. La evidencia señala hoy que el presidente era el
más escéptico respecto de la guerra, y que todos los datos indicaban un
callejón sin salida. Cuando finalmente se embarcó, hizo el razonamiento
desastroso de que una acción masiva podría resolver el asunto en un
corto plazo como para poder dedicarse de lleno a la fenomenal
transformación que su política estaba produciendo en los Estados
Unidos. El final de la historia es conocido: con medio millón de
soldados en Vietnam justificados en un incidente militar fabricado,
Johnson perdió en muy poco tiempo todo su capital político. Con el
agregado de que la reacción contra la guerra también erosionó la
legitimidad de su agenda interna, por lo que al final del mandato no
sólo había perdido Vietnam y sus chances de reelección, sino que había
abierto las puertas para el desmantel
amien
to de sus propios logros internos.
Obama tiene delante de sí la posibilidad de cometer el mismo error. Las
chances de que el intento de eliminar a Al Qaida y los talibán lleve a
una guerra infinita en Afganistán y un conflicto creciente con Pakistán
son obvias. Claro que Estados Unidos también puede profundizar su
conflicto con Rusia presionando para sumar a Georgia a la OTAN, o
imaginar una amenaza militar en Venezuela, pero la insistencia con el
ataque a Afganistán durante la campaña, y la amenaza más real que el
terrorismo islámico representa para la seguridad de Estados Unidos
desde el 2001, convierten a la región en un lugar único.
La tentación de romperse la cara dos veces contra el mismo vidrio tiene
que ver con la forma en la que la acción militar exterior canaliza las
demandas culturales de la derecha: recuperar una valoración positiva de
la nación, alinear verticalmente a sus miembros, disciplinar a los
críticos, suspender los conflictos en favor de un bien mayor. No es
casual que ese reparto de roles sea una tentación para presidentes como
el que asumirá en enero, que ante el pensamiento conservador aparece
como poco patriota. Quienes quieran alimentar su paranoia sólo tienen
que recordar el acto de cierre de la convención demócrata, cuando unos
veinte militares de alto rango subieron al escenario para apoyar al
candidato.
Fue la primera vez en muchas décadas que los uniformados tuvieron un
lugar tan destacado en una campaña electoral, y no faltó quien
recordara la campaña de Kennedy en 1960, acusando al gobierno de
Eisenhower de retrasarse en la carrera nuclear con la Unión Soviética,
alimentando la presión militar para intervenir en Cuba que él mismo
viviría apenas seis meses después. El resultado de lo de Obama, en
verdad, fue distinto, porque desde ese día y ayudado por la crisis
económica, el candidato demócrata eliminó de la campaña las críticas a
su presunta falta de un fervor patriótico (supuestamente corporizado en
el ex veterano de Vietnam John McCain), abriendo las puertas a una
agenda de campaña con acento en la inclusión social y la intervención
del Estado como no se había visto en muchas décadas.
Para los más optimistas, un dato llamativo es que Obama nombró hace
pocos días a Bruce Reidel como su principal asesor para la situación en
Pakistán. Reidel es un ex funcionario de la CIA crítico de la actual
gestión, que ha insistido en la necesidad de acomodar la estrategia
militar a una de negociación con el gobierno de Afganistán y los
distintos grupos islámicos de la región. Reidel elogió recientemente el
libro de Tariq Alí sobre la política norteamericana en la zona. Y
contando que Alí quizás el intelectual de Pakistán más activo en
Occidente es uno de los críticos más severos de la política exterior
norteamericana, su selección para un puesto tan sensible no es lo que
se llama “una buena señal para los militares”.
Claro que todo esto no importa si alguien cree que Obama es lo mismo
que su predecesor o que cualquier otro presidente en la medida en que
el capital financiero siga existiendo como tal. Pero para los analistas
menos triviales, y para los millones de norteamericanos cuyas vidas
pueden cambiar drásticamente en los próximos ocho años como cambiaron
en 1964, sus chances dependen en buena parte de que no aparezcan, como
hongos, uno, dos, tres mil Indi Khel.
Ernesto Semán (Página/12)
Vietnamistán
El presidente electo criticó duramente la presencia en Irak, pero
definió como “justa” la guerra en Afganistán. Esto recuerda a un
presidente que Obama no mencionó, Lyndon Johnson, que terminó hundido
en un país lejano de Asia. El peligro de que el flamante demócrata
encuentre su propio Vietnam.
Hasta el miércoles pasado, Indi Khel era un pueblo más de Pakistán, a
unos treinta kilómetros de Bannu. Ese día, un avión norteamericano sin
piloto disparó un misil sobre una de las casas de la ciudad, matando a
cinco personas y convirtiendo a Indi Khel en el primer blanco de los
Estados Unidos en territorio paquistaní por fuera de las zonas tribales
que limitan con Afganistán y son su verdadero blanco militar.
La repetición de acciones aisladas, la reacción que pone en marcha una
escalada de violencia y el involucramiento de la primera potencia
mundial en un conflicto militar que no puede abandonar ni ganar... a
cualquiera que tenga algo de memoria, el incidente del miércoles le
recuerda a Vietnam. No es una buena noticia para Obama: Estados Unidos
ya tuvo un gobierno cuya política interna fue una de las más
progresistas y exitosas del siglo XX y que terminó destripado por su
propia estrategia militar. Es poco probable que Obama quiera repetir el
ejemplo.
De las tantas analogías históricas con las que se viste su llegada al
poder, una de las menos mencionadas es la de Lyndon B. Johnson. El
presidente electo ha hecho referencia a una decena de ex mandatarios,
incluyendo a Ronald Reagan, pero ni una palabra para el gobierno de
Johnson, justamente el que abrió las puertas de la integración racial
como ningún otro, iniciando en muchos sentidos el camino que culminó el
4 de noviembre.
Claro, está el detalle de Vietnam.
De las mil cosas que Obama puede hacer para arruinar su gobierno,
transformar a Afganistán en su propio Vietnam es una de las más
tentadoras. Sobre todo considerando la insistencia con la que, durante
la campaña, el candidato demócrata hizo del ataque a Afganistán “la
guerra buena”, como uno de sus argumentos más fuertes para criticar la
invasión norteamericana a Irak durante el gobierno de George W. Bush.
La analogía con Vietnam no reside en la precisión militar o ideológica
de la comparación, sino en la infeliz combinación de una política
interna transformadora e incluyente arruinada por una desastrosa
política exterior.
No son los mejores recuerdos para el Partido Demócrata. Después del
asesinato de John F. Kennedy, Johnson terminó su mandato y en 1964
derrotó al republicano Barry Goldwater con un 22 por ciento de margen,
una de las diferencias de votos más grandes de la historia. Cuatro años
después, con bajos índices de popularidad y sin control del partido,
Johnson se convertía en uno de los dos únicos presidentes del siglo XX
que no buscaron su reelección.
¿Qué pasó entre un record y el otro? Para muchos, el recuerdo es que
pasó Vietnam, aunque la historia es algo más compleja. Johnson retomó y
expandió la agenda interna de Kennedy. A ese gobierno, Estados Unidos
le debe la creación del Medicare y el Medicaid los sistemas públicos
de ayuda médica para ancianos y pobres el incremento de fondos para la
educación, la reducción de impuestos para sectores de bajos ingresos y
el uso de fondos del estado federal para incentivar regiones
económicamente deprimidas. Sobre todo, le debe la legislación que más
hizo contra la discriminación racial, imponiendo ideas, criterios
precisos y fondos para asegurar una mayor integración de los negros en
el sistema educativo, la política, las elecciones y la economía. Su
ofensiva, montada sobre el punto más alto del movimiento por los
derechos civiles, consolidó la ruptura en el Partido Demócrata con los
sectores más racistas del sur, y le aseguró desde entonces cerca de un
90 por ciento de los vo
tos e
ntre los negros.
Desde aquella época, un deporte favorito de los norteamericanos es
tratar de determinar qué tenía Johnson en la cabeza cuando finalmente
hizo explotar Vietnam. La evidencia señala hoy que el presidente era el
más escéptico respecto de la guerra, y que todos los datos indicaban un
callejón sin salida. Cuando finalmente se embarcó, hizo el razonamiento
desastroso de que una acción masiva podría resolver el asunto en un
corto plazo como para poder dedicarse de lleno a la fenomenal
transformación que su política estaba produciendo en los Estados
Unidos. El final de la historia es conocido: con medio millón de
soldados en Vietnam justificados en un incidente militar fabricado,
Johnson perdió en muy poco tiempo todo su capital político. Con el
agregado de que la reacción contra la guerra también erosionó la
legitimidad de su agenda interna, por lo que al final del mandato no
sólo había perdido Vietnam y sus chances de reelección, sino que había
abierto las puertas para el desmantel
amien
to de sus propios logros internos.
Obama tiene delante de sí la posibilidad de cometer el mismo error. Las
chances de que el intento de eliminar a Al Qaida y los talibán lleve a
una guerra infinita en Afganistán y un conflicto creciente con Pakistán
son obvias. Claro que Estados Unidos también puede profundizar su
conflicto con Rusia presionando para sumar a Georgia a la OTAN, o
imaginar una amenaza militar en Venezuela, pero la insistencia con el
ataque a Afganistán durante la campaña, y la amenaza más real que el
terrorismo islámico representa para la seguridad de Estados Unidos
desde el 2001, convierten a la región en un lugar único.
La tentación de romperse la cara dos veces contra el mismo vidrio tiene
que ver con la forma en la que la acción militar exterior canaliza las
demandas culturales de la derecha: recuperar una valoración positiva de
la nación, alinear verticalmente a sus miembros, disciplinar a los
críticos, suspender los conflictos en favor de un bien mayor. No es
casual que ese reparto de roles sea una tentación para presidentes como
el que asumirá en enero, que ante el pensamiento conservador aparece
como poco patriota. Quienes quieran alimentar su paranoia sólo tienen
que recordar el acto de cierre de la convención demócrata, cuando unos
veinte militares de alto rango subieron al escenario para apoyar al
candidato.
Fue la primera vez en muchas décadas que los uniformados tuvieron un
lugar tan destacado en una campaña electoral, y no faltó quien
recordara la campaña de Kennedy en 1960, acusando al gobierno de
Eisenhower de retrasarse en la carrera nuclear con la Unión Soviética,
alimentando la presión militar para intervenir en Cuba que él mismo
viviría apenas seis meses después. El resultado de lo de Obama, en
verdad, fue distinto, porque desde ese día y ayudado por la crisis
económica, el candidato demócrata eliminó de la campaña las críticas a
su presunta falta de un fervor patriótico (supuestamente corporizado en
el ex veterano de Vietnam John McCain), abriendo las puertas a una
agenda de campaña con acento en la inclusión social y la intervención
del Estado como no se había visto en muchas décadas.
Para los más optimistas, un dato llamativo es que Obama nombró hace
pocos días a Bruce Reidel como su principal asesor para la situación en
Pakistán. Reidel es un ex funcionario de la CIA crítico de la actual
gestión, que ha insistido en la necesidad de acomodar la estrategia
militar a una de negociación con el gobierno de Afganistán y los
distintos grupos islámicos de la región. Reidel elogió recientemente el
libro de Tariq Alí sobre la política norteamericana en la zona. Y
contando que Alí quizás el intelectual de Pakistán más activo en
Occidente es uno de los críticos más severos de la política exterior
norteamericana, su selección para un puesto tan sensible no es lo que
se llama “una buena señal para los militares”.
Claro que todo esto no importa si alguien cree que Obama es lo mismo
que su predecesor o que cualquier otro presidente en la medida en que
el capital financiero siga existiendo como tal. Pero para los analistas
menos triviales, y para los millones de norteamericanos cuyas vidas
pueden cambiar drásticamente en los próximos ocho años como cambiaron
en 1964, sus chances dependen en buena parte de que no aparezcan, como
hongos, uno, dos, tres mil Indi Khel.
El Muerto- Cantidad de envíos : 567
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