LA POBREZA ES EL RUIDO QUE NO CESA
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LA POBREZA ES EL RUIDO QUE NO CESA
"UNA LUNA", ADELANTO DEL NUEVO LIBRO DE MARTÍN CAPARRÓS
(Crítica)
"Una luna es el diario de un viaje acelerado, enloquecido, un hiperviaje: un mes de saltos
entre Kishinau y Monrovia, Amsterdam y Lusaka, Pittsburgh y París, Madrid, Barcelona y
Johannesburgo, en el que Martín Caparrós, enviado por una agencia de Naciones Unidas, se
encuentra con jóvenes migrantes de muy diversas clases: mujeres traficadas, refugiados de
guerra, polizones de pateras, niños soldados, víctimas del sida, pandilleros deportados,
trabajadores, estudiantes, toda esa enorme población actual que, de un modo u otro, busca
lugares nuevos para intentar vidas distintas. Las migraciones, el drama del destierro, los
abismos entre primer y tercer mundo, el lugar de las mujeres, los límites del hombre, las
nuevas formas de viajar y las posibles formas de contarlo son algunos de los temas de este
libro, que no esquiva -tampoco- la reflexión autobiográfica", dice la contratapa de Una
luna. Lo que no dice es que, antes de ser un libro, Una luna fue un cotillón: hace dos
años, cuando estaba por cumplir 50, Martín Caparrós hizo una edición personal de 222
ejemplares -sin título, sin copyright, sin precio- de este raro viaje desquiciado, y lo
regaló a sus amigos, enemigos cercanos y parientes para su cumpleaños. Tiempo después, su
editor lo convenció de que debía convertirlo en un libro, hacerlo público; este mes, Una
luna aparece, corregido y aumentado, en Anagrama.
Vista de arriba, la Tierra es no figurativa: formas abstractas, giros, torbellinos,
sombras, geometría, arabescos a veces como los que formaron quienes temían copiar los
dibujos divinos. Es curioso que haya que haber inventado el avión para descubrir que,
también en esto, la naturaleza imita al arte. Incluso cuando el arte intenta huir de la
naturaleza.
Ahora vuelo sobre la costa africana: ruta de las pateras.
Quizás allá abajo, en un bote confuso, cuarenta o cincuenta morochos están arriesgando
todo para llegar a España -al país del que escapó mi abuelo. Dentro de diez o quince días,
en Barcelona y en Madrid, tendré que entrevistar a alguno de ellos. Por el momento vuelo
por encima. Quizás alguno hasta nos mire, piense algo sobre esos que sí vuelan.
Mi abuelo Caparrós zarpó, hace sesenta años, de las Islas Canarias en una suerte de
patera -se escapaba de Franco. Ni siquiera quería ir a Argentina, pero terminó allí, y por
eso yo soy el que soy. Los azares son aterradores -y nada los vuelve más visibles que un
buen viaje.
Gallup hace esas cosas: pregunta a cincuenta mil personas en el mundo qué piensan de esto
aquello y lo de más allá, y después te explican cómo somos. Leo que los africanos son, de
lejos, los más optimistas del planeta -junto con los norteamericanos. Y, también, los más
religiosos del planeta -junto con los norteamericanos. Y, también, los más convencidos de
que la democracia es el mejor régimen posible -junto con los norteamericanos. No quiero
abusar, pero hace años llamé la Patria Capicúa a esa Argentina menemista donde los más
ricos y los más pobres coincidían en votar al muñeco de torta. ¿Habrá que hablar del Mundo
Capicúa?
Leí que en Sierra Leona les cortaban las piernas o los brazos y no los mataban; que en
Liberia no les cortaban nada y los mataban. Acabo de hacer escala en Freetown, vuelo hacia
Monrovia -y no quiero seguir tratando de suponer cuál es peor. Después sabré que ni
siquiera es cierto.
Antes de ir a algún lugar, suelo enterarme de cómo es ese sitio: en eso consiste también,
supongo, mi trabajo. Pero esta vez los lugares se decidieron hace pocos días y, desde
entonces, he estado en otros lugares igualmente desconocidos. Así que esta vez no sé nada
o casi nada todavía y me sobresalta leer en el avión que la presidenta de Liberia ha
prometido restablecer la luz y el agua en Monrovia "en un máximo de ciento cincuenta días".
Hace once horas, cuando despegamos, el vuelo parecía casi infinito: faltaba tanto para que
consiguiera terminarse -que es lo que uno espera de un buen vuelo. Pero ahora la voz dijo
que pusiéramos los respaldos de nuestros asientos en posición vertical y nos preparámos
para el aterrizaje. Dentro de quince minutos estará terminado: absolutamente terminado,
como algo que nunca hubiera sucedido. A menos que intervenga el accidente: si en estos
catorce minutos que nos faltan pasa algo inesperado, si el avión tropieza y se derrumba,
si se despista siquiera y termina en el pasto, si el susto o el espanto, este vuelo va a
durar mucho más, días más, años más, quién sabe para siempre.
La desaparición es el destino de las cosas banales, semejantes.
La permanencia, en cambio, suele ser muy cara.
He salido de muchos aeropuertos, pero esta noche tuve miedo. Junto con el precioso golpe
de calor -ah, ese golpe, esa primera bocanada de aire caliente y húmedo y podrido, el
abrazo del trópico-, había muy poca luz, morenos tan confusos, soldados mal vestidos bien
armados, bandadas de chiquitos gritones corredores. Después, en la carretera hacia
Monrovia, ningún farol, un par de controles artillados de los Cuerpos de Paz. La luna ya
menguando, chozas oscuras a los lados y más chozas y faroles de querosén y ninguna luz
pública y de tanto en tanto una aglomeración de gente que camina, espera algo, baila,
bebe, la sensación de tan precario. Las tinieblas. Mañana todo va a ser muy diferente.
O quizá no, quién sabe.
Pero la luna, perra, por alguna razón se hizo amarilla.
International School of Aviation, dice un cartel rojo de óxido arruinado, pintado a mano,
entre las chozas. Sí, y acá había un cartel que decía Bienvenidos pero lo destruyeron, me
dice mi chofer. Después me dice que se llama James.
Hace días que hablo en idiomas que no son el mío con gente que me habla en idiomas que no
son los suyos. Es, casi, una forma de la gentileza.
El hotel de Monrovia está bastante malogrado, lleno de muchachos que trabajan de no sé
sabe qué, oloroso a humedad, poco agraciado, y es carísimo. Tiene una ventaja comercial
decisiva: es el único que queda en la ciudad. En el barcito del hotel -barra, tres mesas
bajas, fútbol en la tele- una holandesa cuarentona flaca me cuenta que vino a ver si podía
recuperar algo de las empresas familiares -un hotel, sobre todo, de trescientos cuartos
invadido y saqueado y destruido, confiscado- y me dice que no sabe por qué vuelve pero
vuelve. Son las cosas que el África te hace, me dice -y ni siquiera se sonríe.
Después descubriré que el hotel tiene un deck de madera con unas mesas frente al mar. Allá
abajo está el mar, un mar sin gracia, puro mar, espacio chato azul abierto impenetrable.
El placer de mirarlo.
De saber que ahí sí que no es posible nada.
El ruido -el ruido- del generador que atruena el patio del hotel. Me lo explican: hace
casi quince años que en el país no hay luz ni agua. Me dicen que ningún chico o
adolescente liberiano se dio nunca una ducha, que no saben aquello de apretar un botón y
encender una lámpara. Y que, además, casi ninguno fue a la escuela. Hace casi quince años
que en todo este país no hay luz ni agua.
Aunque no sea tan cierto: los ricos -son muy pocos- tienen generadores y camiones cisterna
que les llenan los tanques. La ciudad es pesada. Digo, cómo decir: pesada. Digo: parece
que estuviera siempre a punto de caerse, derrumbarse. Edificios que siguen vivos por
milagro, descascarados, rotos, muchos tapiados, algunos ocupados, tantos quemados o
agujereados. Y gente gente gente: por todos lados hordas de personas.
O si no, digo: la ciudad un hormiguero zapateado.
Los edificios moribundos, la calle interminable sucia atiborrada donde se vende toda la
ropa vieja de Occidente: África es el cementerio de nuestra ropa usada -que tenía que
morir en algún sitio. Las zapatillas falsas son, en cambio, nuevas. Hay un mercado: cuanto
más difícil es comprar y vender y comprar, más grande suele ser el mercado. Hay un mercado
grande. Una mujer se especializa en los extremos: vende pies de chancho y cabezas de
pescado; muchas mujeres llevan bultos sobre la cabeza en equilibrio, algunas sus bebés en
la espalda, una nena arregla una y otra vez sus cuatro grupitos de cuatro bananas cada
uno -y las bananas están negras de pasadas. La cantidad de chicos, humo, perros negros.
Los chicos tienen ojos enormes -el calor no los vence. Un hombre tiene una pierna menos;
dos hombres, más allá, tienen dos brazos menos -cada uno. Hay más hombres con menos,
recuerdos de la guerra. Otro con media pierna usa una muleta de madera: a cada paso da un
extraño salto. La muleta es muy corta. Si fuera diez centímetros más larga coincidiría con
su pierna entera, le permitiría caminar sin ese sobresalto: trato de pensar por qué no lo
habrá hecho, trato de no pensarlo. Siguen más moscas, cebollas, chiles rojos, aceites
rojos, carne gris y sonrisas muy blancas: bastantes me sonríen, varios no. Una mujer me
dice blanco de mierda qué estás haciendo acá, esto no es para blancos de mierda. Yo la
miro y trato de hacerle una sonrisa despectiva; ella sigue gritando. A ella le sale mejor
que a mí pero tiene ventaja: siempre es más fácil gritar que sonreírse. Ocho o diez
policías se llevan a un hombre bajo rengo sucio con harapos y una herida en la panza
sangrando: lo que en Colombia saben llamar un desechable. El hombre grita muy bajito, casi
por compromiso. En el mercado no hay alardes, no venden nada que no sea muy primario:
comida, ropa usada, telas colorinche para vestidos africanos, jabón, candados, zapatillas,
velas made in Liberia. Las velas parecen ser la industria local más floreciente. Dicen que
un poco más allá, en esa parte donde varios me encarecieron que no fuera, venden el uso de
mujeres, pero eso también debe ser bien primario.
Un cartel de Médicos Sin Fronteras pintado a mano muestra una escena de violación naïve y
dice que las violaciones no deben dar vergüenza y que hay que denunciarlas e ir al
hospital. El cartel es crudo: de un lado un hombre está desnudando a una mujer que se
debate; del otro, tres más la están violando. La gente pasa al lado y no lo mira; lo deben
haber visto tantas veces.
Este país fue extraño ya desde el principio. Lo fundó, hacia 1830, un grupo de ex esclavos
negros norteamericanos con el apoyo de antiesclavistas blancos norteamericanos -que
seguramente querían sacárselos de encima. Ellos les dieron plata y apoyo para que
volvieran a sus raíces africanas y establecieran allí su propio espacio; por eso lo
llamaron Liberia -la tierra de los libres- y a su capital Monrovia -en agradecimiento al
presidente Monroe. Pero, a poco de llegar, los ex explotados empezaron a explotar a los
negros locales y, durante siglo y medio, sólo sus descendientes fueron ricos o poderosos o
presidentes de Liberia. De cómo reproducir -perfectamente, en beneficio propio- lo que
decían que odiaban, el orden dominante.
Hay caminatas complicadas. Evito la mirada de un muchacho sin piernas para chocar con una
vieja mendiga que se rasca, ampulosa, las axilas; me deshago de un hombre que quiere
venderme vaya a saber qué para caer frente a una madre que me muestra un bebe flaco y
lloriquea. Casi tropiezo con tres adolescentes mugrientos muy descalzos que se pegan con
multitud de gritos; en el suelo, un bebé de dos o tres años juega con la teta de su madre
dormida, esponjita arruinada. En estas calles no hay forma de sustraerse a la pobreza
extrema. El mundo, me parece, se puede dividir en países donde los ricos pueden vivir sin
ver un pobre y los países donde no, los más brutales. Aquí todos me piden algo y yo
camino -y me detesto- en mi postura occidental conchuda: la mirada al frente, alta,
inalcanzable, perdida en un infinito imaginario, del perfecto blanco hijo de puta.
Y me digo que no tengo más remedio, que qué más podría.
Este mediodía tengo un recreo. La directora de la oficina local del Fondo de Población me
invita a almorzar a su casa -departamento casi modesto, bastante vacío: la señora me
explica que no quiso traer muebles por si tiene que evacuar de urgencia, y que de todas
formas la ONU no le permite venir con su familia, por el riesgo. Pero Charles, su mucamo,
nos sirve una comida deliciosa y una copa de vino y ella, Rose, ruandesa, me cuenta cómo
ochenta y dos parientes suyos -madre, padre, cuatro hermanas, cinco hermanos, incontables
sobrinas y sobrinos- murieron en el genocidio del '94. Que ella estaba en el Chad y nadie
podía decirle nada, que estaba desesperada y pensó seriamente en matarse. Que tres años
después volvió a Ruanda y pudo recuperar cuarenta de los cuerpos, que levantó un memorial
junto a su casa, que un campesino de la aldea le decía yo decapité a tu padre pero no del
todo, el que terminó de cortarle la cabeza fue fulano, y a tu madre no, no le hice nada,
bueno tu madre como andaba siempre enferma con un golpe en la cabeza ya se murió, fue duro
pero nosotros ya perdimos perdón y dios nos perdonó, no te preocupes. Y el guiso de
pescado está estupendo y el vino después de varios días y Rose me dice que cuando se
jubile piensa volver a su país porque a ella lo que le gusta es África y que además la
vida en África es más fácil, tenés quién te cocine, y los viejos sí ocupan un lugar, son
importantes. Y que si se quedara en Nueva York, dice, donde ha vivido muchos años, quién
le haría ningún caso.
Y el ruido -los gritos, las radios, las bocinas: la pobreza es el ruido que no cesa."
19 DE ABRIL DE 2009
(Crítica)
"Una luna es el diario de un viaje acelerado, enloquecido, un hiperviaje: un mes de saltos
entre Kishinau y Monrovia, Amsterdam y Lusaka, Pittsburgh y París, Madrid, Barcelona y
Johannesburgo, en el que Martín Caparrós, enviado por una agencia de Naciones Unidas, se
encuentra con jóvenes migrantes de muy diversas clases: mujeres traficadas, refugiados de
guerra, polizones de pateras, niños soldados, víctimas del sida, pandilleros deportados,
trabajadores, estudiantes, toda esa enorme población actual que, de un modo u otro, busca
lugares nuevos para intentar vidas distintas. Las migraciones, el drama del destierro, los
abismos entre primer y tercer mundo, el lugar de las mujeres, los límites del hombre, las
nuevas formas de viajar y las posibles formas de contarlo son algunos de los temas de este
libro, que no esquiva -tampoco- la reflexión autobiográfica", dice la contratapa de Una
luna. Lo que no dice es que, antes de ser un libro, Una luna fue un cotillón: hace dos
años, cuando estaba por cumplir 50, Martín Caparrós hizo una edición personal de 222
ejemplares -sin título, sin copyright, sin precio- de este raro viaje desquiciado, y lo
regaló a sus amigos, enemigos cercanos y parientes para su cumpleaños. Tiempo después, su
editor lo convenció de que debía convertirlo en un libro, hacerlo público; este mes, Una
luna aparece, corregido y aumentado, en Anagrama.
Vista de arriba, la Tierra es no figurativa: formas abstractas, giros, torbellinos,
sombras, geometría, arabescos a veces como los que formaron quienes temían copiar los
dibujos divinos. Es curioso que haya que haber inventado el avión para descubrir que,
también en esto, la naturaleza imita al arte. Incluso cuando el arte intenta huir de la
naturaleza.
Ahora vuelo sobre la costa africana: ruta de las pateras.
Quizás allá abajo, en un bote confuso, cuarenta o cincuenta morochos están arriesgando
todo para llegar a España -al país del que escapó mi abuelo. Dentro de diez o quince días,
en Barcelona y en Madrid, tendré que entrevistar a alguno de ellos. Por el momento vuelo
por encima. Quizás alguno hasta nos mire, piense algo sobre esos que sí vuelan.
Mi abuelo Caparrós zarpó, hace sesenta años, de las Islas Canarias en una suerte de
patera -se escapaba de Franco. Ni siquiera quería ir a Argentina, pero terminó allí, y por
eso yo soy el que soy. Los azares son aterradores -y nada los vuelve más visibles que un
buen viaje.
Gallup hace esas cosas: pregunta a cincuenta mil personas en el mundo qué piensan de esto
aquello y lo de más allá, y después te explican cómo somos. Leo que los africanos son, de
lejos, los más optimistas del planeta -junto con los norteamericanos. Y, también, los más
religiosos del planeta -junto con los norteamericanos. Y, también, los más convencidos de
que la democracia es el mejor régimen posible -junto con los norteamericanos. No quiero
abusar, pero hace años llamé la Patria Capicúa a esa Argentina menemista donde los más
ricos y los más pobres coincidían en votar al muñeco de torta. ¿Habrá que hablar del Mundo
Capicúa?
Leí que en Sierra Leona les cortaban las piernas o los brazos y no los mataban; que en
Liberia no les cortaban nada y los mataban. Acabo de hacer escala en Freetown, vuelo hacia
Monrovia -y no quiero seguir tratando de suponer cuál es peor. Después sabré que ni
siquiera es cierto.
Antes de ir a algún lugar, suelo enterarme de cómo es ese sitio: en eso consiste también,
supongo, mi trabajo. Pero esta vez los lugares se decidieron hace pocos días y, desde
entonces, he estado en otros lugares igualmente desconocidos. Así que esta vez no sé nada
o casi nada todavía y me sobresalta leer en el avión que la presidenta de Liberia ha
prometido restablecer la luz y el agua en Monrovia "en un máximo de ciento cincuenta días".
Hace once horas, cuando despegamos, el vuelo parecía casi infinito: faltaba tanto para que
consiguiera terminarse -que es lo que uno espera de un buen vuelo. Pero ahora la voz dijo
que pusiéramos los respaldos de nuestros asientos en posición vertical y nos preparámos
para el aterrizaje. Dentro de quince minutos estará terminado: absolutamente terminado,
como algo que nunca hubiera sucedido. A menos que intervenga el accidente: si en estos
catorce minutos que nos faltan pasa algo inesperado, si el avión tropieza y se derrumba,
si se despista siquiera y termina en el pasto, si el susto o el espanto, este vuelo va a
durar mucho más, días más, años más, quién sabe para siempre.
La desaparición es el destino de las cosas banales, semejantes.
La permanencia, en cambio, suele ser muy cara.
He salido de muchos aeropuertos, pero esta noche tuve miedo. Junto con el precioso golpe
de calor -ah, ese golpe, esa primera bocanada de aire caliente y húmedo y podrido, el
abrazo del trópico-, había muy poca luz, morenos tan confusos, soldados mal vestidos bien
armados, bandadas de chiquitos gritones corredores. Después, en la carretera hacia
Monrovia, ningún farol, un par de controles artillados de los Cuerpos de Paz. La luna ya
menguando, chozas oscuras a los lados y más chozas y faroles de querosén y ninguna luz
pública y de tanto en tanto una aglomeración de gente que camina, espera algo, baila,
bebe, la sensación de tan precario. Las tinieblas. Mañana todo va a ser muy diferente.
O quizá no, quién sabe.
Pero la luna, perra, por alguna razón se hizo amarilla.
International School of Aviation, dice un cartel rojo de óxido arruinado, pintado a mano,
entre las chozas. Sí, y acá había un cartel que decía Bienvenidos pero lo destruyeron, me
dice mi chofer. Después me dice que se llama James.
Hace días que hablo en idiomas que no son el mío con gente que me habla en idiomas que no
son los suyos. Es, casi, una forma de la gentileza.
El hotel de Monrovia está bastante malogrado, lleno de muchachos que trabajan de no sé
sabe qué, oloroso a humedad, poco agraciado, y es carísimo. Tiene una ventaja comercial
decisiva: es el único que queda en la ciudad. En el barcito del hotel -barra, tres mesas
bajas, fútbol en la tele- una holandesa cuarentona flaca me cuenta que vino a ver si podía
recuperar algo de las empresas familiares -un hotel, sobre todo, de trescientos cuartos
invadido y saqueado y destruido, confiscado- y me dice que no sabe por qué vuelve pero
vuelve. Son las cosas que el África te hace, me dice -y ni siquiera se sonríe.
Después descubriré que el hotel tiene un deck de madera con unas mesas frente al mar. Allá
abajo está el mar, un mar sin gracia, puro mar, espacio chato azul abierto impenetrable.
El placer de mirarlo.
De saber que ahí sí que no es posible nada.
El ruido -el ruido- del generador que atruena el patio del hotel. Me lo explican: hace
casi quince años que en el país no hay luz ni agua. Me dicen que ningún chico o
adolescente liberiano se dio nunca una ducha, que no saben aquello de apretar un botón y
encender una lámpara. Y que, además, casi ninguno fue a la escuela. Hace casi quince años
que en todo este país no hay luz ni agua.
Aunque no sea tan cierto: los ricos -son muy pocos- tienen generadores y camiones cisterna
que les llenan los tanques. La ciudad es pesada. Digo, cómo decir: pesada. Digo: parece
que estuviera siempre a punto de caerse, derrumbarse. Edificios que siguen vivos por
milagro, descascarados, rotos, muchos tapiados, algunos ocupados, tantos quemados o
agujereados. Y gente gente gente: por todos lados hordas de personas.
O si no, digo: la ciudad un hormiguero zapateado.
Los edificios moribundos, la calle interminable sucia atiborrada donde se vende toda la
ropa vieja de Occidente: África es el cementerio de nuestra ropa usada -que tenía que
morir en algún sitio. Las zapatillas falsas son, en cambio, nuevas. Hay un mercado: cuanto
más difícil es comprar y vender y comprar, más grande suele ser el mercado. Hay un mercado
grande. Una mujer se especializa en los extremos: vende pies de chancho y cabezas de
pescado; muchas mujeres llevan bultos sobre la cabeza en equilibrio, algunas sus bebés en
la espalda, una nena arregla una y otra vez sus cuatro grupitos de cuatro bananas cada
uno -y las bananas están negras de pasadas. La cantidad de chicos, humo, perros negros.
Los chicos tienen ojos enormes -el calor no los vence. Un hombre tiene una pierna menos;
dos hombres, más allá, tienen dos brazos menos -cada uno. Hay más hombres con menos,
recuerdos de la guerra. Otro con media pierna usa una muleta de madera: a cada paso da un
extraño salto. La muleta es muy corta. Si fuera diez centímetros más larga coincidiría con
su pierna entera, le permitiría caminar sin ese sobresalto: trato de pensar por qué no lo
habrá hecho, trato de no pensarlo. Siguen más moscas, cebollas, chiles rojos, aceites
rojos, carne gris y sonrisas muy blancas: bastantes me sonríen, varios no. Una mujer me
dice blanco de mierda qué estás haciendo acá, esto no es para blancos de mierda. Yo la
miro y trato de hacerle una sonrisa despectiva; ella sigue gritando. A ella le sale mejor
que a mí pero tiene ventaja: siempre es más fácil gritar que sonreírse. Ocho o diez
policías se llevan a un hombre bajo rengo sucio con harapos y una herida en la panza
sangrando: lo que en Colombia saben llamar un desechable. El hombre grita muy bajito, casi
por compromiso. En el mercado no hay alardes, no venden nada que no sea muy primario:
comida, ropa usada, telas colorinche para vestidos africanos, jabón, candados, zapatillas,
velas made in Liberia. Las velas parecen ser la industria local más floreciente. Dicen que
un poco más allá, en esa parte donde varios me encarecieron que no fuera, venden el uso de
mujeres, pero eso también debe ser bien primario.
Un cartel de Médicos Sin Fronteras pintado a mano muestra una escena de violación naïve y
dice que las violaciones no deben dar vergüenza y que hay que denunciarlas e ir al
hospital. El cartel es crudo: de un lado un hombre está desnudando a una mujer que se
debate; del otro, tres más la están violando. La gente pasa al lado y no lo mira; lo deben
haber visto tantas veces.
Este país fue extraño ya desde el principio. Lo fundó, hacia 1830, un grupo de ex esclavos
negros norteamericanos con el apoyo de antiesclavistas blancos norteamericanos -que
seguramente querían sacárselos de encima. Ellos les dieron plata y apoyo para que
volvieran a sus raíces africanas y establecieran allí su propio espacio; por eso lo
llamaron Liberia -la tierra de los libres- y a su capital Monrovia -en agradecimiento al
presidente Monroe. Pero, a poco de llegar, los ex explotados empezaron a explotar a los
negros locales y, durante siglo y medio, sólo sus descendientes fueron ricos o poderosos o
presidentes de Liberia. De cómo reproducir -perfectamente, en beneficio propio- lo que
decían que odiaban, el orden dominante.
Hay caminatas complicadas. Evito la mirada de un muchacho sin piernas para chocar con una
vieja mendiga que se rasca, ampulosa, las axilas; me deshago de un hombre que quiere
venderme vaya a saber qué para caer frente a una madre que me muestra un bebe flaco y
lloriquea. Casi tropiezo con tres adolescentes mugrientos muy descalzos que se pegan con
multitud de gritos; en el suelo, un bebé de dos o tres años juega con la teta de su madre
dormida, esponjita arruinada. En estas calles no hay forma de sustraerse a la pobreza
extrema. El mundo, me parece, se puede dividir en países donde los ricos pueden vivir sin
ver un pobre y los países donde no, los más brutales. Aquí todos me piden algo y yo
camino -y me detesto- en mi postura occidental conchuda: la mirada al frente, alta,
inalcanzable, perdida en un infinito imaginario, del perfecto blanco hijo de puta.
Y me digo que no tengo más remedio, que qué más podría.
Este mediodía tengo un recreo. La directora de la oficina local del Fondo de Población me
invita a almorzar a su casa -departamento casi modesto, bastante vacío: la señora me
explica que no quiso traer muebles por si tiene que evacuar de urgencia, y que de todas
formas la ONU no le permite venir con su familia, por el riesgo. Pero Charles, su mucamo,
nos sirve una comida deliciosa y una copa de vino y ella, Rose, ruandesa, me cuenta cómo
ochenta y dos parientes suyos -madre, padre, cuatro hermanas, cinco hermanos, incontables
sobrinas y sobrinos- murieron en el genocidio del '94. Que ella estaba en el Chad y nadie
podía decirle nada, que estaba desesperada y pensó seriamente en matarse. Que tres años
después volvió a Ruanda y pudo recuperar cuarenta de los cuerpos, que levantó un memorial
junto a su casa, que un campesino de la aldea le decía yo decapité a tu padre pero no del
todo, el que terminó de cortarle la cabeza fue fulano, y a tu madre no, no le hice nada,
bueno tu madre como andaba siempre enferma con un golpe en la cabeza ya se murió, fue duro
pero nosotros ya perdimos perdón y dios nos perdonó, no te preocupes. Y el guiso de
pescado está estupendo y el vino después de varios días y Rose me dice que cuando se
jubile piensa volver a su país porque a ella lo que le gusta es África y que además la
vida en África es más fácil, tenés quién te cocine, y los viejos sí ocupan un lugar, son
importantes. Y que si se quedara en Nueva York, dice, donde ha vivido muchos años, quién
le haría ningún caso.
Y el ruido -los gritos, las radios, las bocinas: la pobreza es el ruido que no cesa."
19 DE ABRIL DE 2009
El Muerto- Cantidad de envíos : 567
Fecha de inscripción : 05/12/2007
Otro país "fallido"...pobre Africa madre del Mundo!
Esto es terrible y debería terminarse YA!!!! Basta de aborrecible Imperialismo Depredador!
Solo un Cambio TOTAL puede terminar con esta gran basura en que los Imperios están convirtiendo el Mundo! Flora
Solo un Cambio TOTAL puede terminar con esta gran basura en que los Imperios están convirtiendo el Mundo! Flora
floratristán- Cantidad de envíos : 182
Fecha de inscripción : 01/12/2007
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