LEY DE CADUCIDAD LA VERDADERA HISTORIA
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LEY DE CADUCIDAD LA VERDADERA HISTORIA
Hoenir Sarthou (Voces)
Finalmente se reunieron las firmas necesarias para presentar al Parlamento la reforma
constitucional que anula la "ley de caducidad de la pretensión punitiva del Estado". Ahora
vendrá el control de las firmas por la Corte Electoral y, en octubre de este año, la
decisión popular.
En los próximos meses tendrá lugar un debate complejo, cansador y probablemente confuso.
No faltarán juristas que se opongan a la reforma diciendo que la Constitución no prevé la
anulación de las leyes y que las normas penales no deben ser retroactivas. A esos
argumentos jurídicos se opondrán otros, favorables a la anulación y fundados en el derecho
humanitario internacional. Tampoco faltará el latiguillo militante, en el que las palabras
"impunidad" y "terrorismo de Estado" se reiterarán una y otra vez. Por supuesto, dado que
la reforma se someterá a votación simultáneamente con la primera vuelta de las elecciones
nacionales, los sectores políticos se acusarán de "usar" la anulación, o el rechazo a la
anulación, para arrastrar votos. Se hablará de niños secuestrados y de policías muertos.
Y, previsiblemente, se invocará al referéndum de 1989 como legitimador democrático de la
ley.
Soy partidario de anular la ley de caducidad. Eso debe quedar claro. El golpe de Estado de
1973 me partió la adolescencia a la mitad, y, como les pasó a muchos de mi generación,
toda mi vida adulta, hasta donde recuerdo, estuvo marcada por la dictadura o por sus
secuelas. Eso me dejó experiencias horribles y otras que hasta hoy me emocionan. ¿Qué
puedo decir? Para bien o para mal, fue el tiempo que me tocó vivir. Sin embargo, sería
lamentable que la decisión de anular la ley de caducidad se basara en odios y pasiones que
tienen ya más de treinta años. Como sería lamentable que la discusión, que ine
vitablemente tendremos, quebrara principios indispensables para una convivencia cada vez
más democrática. Porque tenemos la obligación de resolver este asunto mirando hacia el
futuro y no hacia el pasado. Por eso, el propósito de este artículo no es tanto convencer
como revisar ideas, algunas favorables a mi decisión y otras opuestas a ella.
Tal vez la forma más limpia de cumplir ese objetivo sea reconocer que algunos argumentos
de quienes se oponen a la anulación son atendibles. Por eso dudé y discutí mucho antes de
decidirme a apoyarla. Por ejemplo, comparto el viejo principio de derecho por el que las
normas que crean delitos o aumentan las penas no deben aplicarse con retroactividad. De la
misma manera, creo que la "cosa juzgada" (la inmutabilidad de las sentencias, que impide
juzgar dos veces a una persona por el mismo delito) debe ser respetada, porque es una
garantía fundamental. Coincido también en que las leyes legítimamente aprobadas no
deberían ser anuladas, porque eso nos haría vivir en incertidumbre respecto a nuestros
derechos. Por último, creo que una decisión plebiscitaria libremente adoptada por el
pueblo debe ser respetada, porque es una de las expresiones más contundentes de la
democracia, nos guste o no nos guste su contenido.
Alguno se preguntará cómo, si acepto esas premisas, estoy dispuesto a anular una ley, a
que sean revisadas las sentencias dictadas al amparo de esa ley, a que la anulación afecte
a delitos cometidos con anterioridad, y a revisar el referéndum que en 1989 convalidó a la
ley de caducidad.
Juro que durante cierto tiempo esos argumentos me hicieron dudar. En algún momento llegué
a pensar que me sería imposible apoyar la anulación. Sin embargo, cada vez que llegaba a
esa conclusión, algo en mi interior me hacía sentir mal. No se trataba de la indignación
moral que causa ver impunes delitos gravísimos. Era algo más. La noción fortísima de que
algo se me pasaba por alto, la intuición de que, incluso desde el punto de vista jurídico,
me estaba equivocando. Podría haber justificado mi voluntad de que la caducidad fuera
anulada invocando el derecho humanitario internacional, o apelando a un instintivo sentido
de justicia, por el cual los asesinatos, las torturas, las violaciones y la desaparición
de niños no deben quedar impunes. Pero, para mal o para bien, soy abogado, y además creo
en la democracia. Por eso, la vigencia de las garantías constitucionales y el respeto a la
voluntad mayoritaria -aunque a veces resulten contradictorias- me parecen dos cosas
indispensables para la convivencia social, mucho más indispensables que el impersonal y
burocrático derecho internacional y que el siempre subjetivo sentido de justicia. Sin
embargo -repito- algo en mi interior me decía que me equivocaba. Decidí entonces repasar
en la memoria lo ocurrido entre marzo de 1985, cuando asumió Sanguinetti, y abril de 1989,
cuando se realizó el referéndum que convalidó la ley de caducidad. Y entonces entendí lo
que me molestaba.
El hecho es que me negaba a ver algo que, por alguna misteriosa razón psicológica, muchos
uruguayos nos negamos todavía a admitir: que la dictadura no terminó mágicamente el 1o de
marzo de 1985. Hagamos memoria. Las elecciones de 1984 no fueron libres. A los tres
candidatos más votados en la elección anterior, Wilson Ferreira Aldunate, Líber Seregni y
Jorge Batlle, no se les permitió postularse, y Wilson estaba preso en un cuartel de
Durazno. Después, cuando Sanguinetti asumió el gobierno, toda decisión que afectara al
poder militar causaba zozobra. Cuando los jueces empezaron a citar a los militares, el
comandante del ejército, Gral. Hugo Medina, en claro desacato, declaró públicamente que
había guardado las citaciones judiciales en la caja de seguridad del Comando y que ningún
militar iría a declarar. Luego, el 7 de marzo de 1991, en una entrevista que le realizó el
periodista César Di Candía para el semanario Búsqueda, Medina confirmó que había retenido
las citaciones y agregó que, en 1986, si no se hubiera aprobado la ley de caducidad,
habría habido un nuevo golpe militar.
La conclusión es obvia. La ley de caducidad no fue un acto libre, sino una medida
desesperada del Parlamento para evitar una nueva ruptura institucional. Viene luego el
referéndum de 1989. Y cualquiera que tenga memoria recordará que la campaña de los
defensores de la ley planteaba a los ciudadanos una opción tremenda: "hacer justicia o
preservar la paz". Una consulta popular legítima requiere que, cualquiera sea el
resultado, la paz y el acatamiento de lo resuelto estén asegurados. En abril de 1989
ocurría todo lo contrario. Desde el mismo gobierno se nos advertía que el rechazo de la
ley implicaría comprometer las instituciones.
Una vez más, la conclusión rompe los ojos. La aprobación de la ley de caducidad y el
referéndum que la convalidó no fueron actos libres del Parlamento ni del cuerpo electoral.
Los dos actuaron con un desacato militar en curso y bajo amenaza explícita de quiebre
institucional. Si eso es así, la ley, el referéndum, y las posteriores sentencias fundadas
en ellos, están viciadas de nulidad. No quiero extenderme más. Sé que lo que digo suena
desagradable. Por alguna razón, en nuestro imaginario colectivo, las elecciones de 1984
fueron el fin de la dictadura y el gobierno que las siguió un período de plena democracia.
Pero me permito decir que eso no es lo que realmente ocurrió. Podría agregar que la
Constitución, que garantiza el derecho a la vida, estaba vigente cuando ese derecho les
fue negado a las víctimas de la dictadura. Pero me conformo con poner sobre la mesa la
idea de que un período negro de nuestro pasado -y el período gris que lo siguió- necesitan
ser saneados. Por eso la necesidad de un nuevo y libre pronunciamiento popular que deje
claras las reglas con las que los uruguayos queremos seguir conviviendo en el futuro
Finalmente se reunieron las firmas necesarias para presentar al Parlamento la reforma
constitucional que anula la "ley de caducidad de la pretensión punitiva del Estado". Ahora
vendrá el control de las firmas por la Corte Electoral y, en octubre de este año, la
decisión popular.
En los próximos meses tendrá lugar un debate complejo, cansador y probablemente confuso.
No faltarán juristas que se opongan a la reforma diciendo que la Constitución no prevé la
anulación de las leyes y que las normas penales no deben ser retroactivas. A esos
argumentos jurídicos se opondrán otros, favorables a la anulación y fundados en el derecho
humanitario internacional. Tampoco faltará el latiguillo militante, en el que las palabras
"impunidad" y "terrorismo de Estado" se reiterarán una y otra vez. Por supuesto, dado que
la reforma se someterá a votación simultáneamente con la primera vuelta de las elecciones
nacionales, los sectores políticos se acusarán de "usar" la anulación, o el rechazo a la
anulación, para arrastrar votos. Se hablará de niños secuestrados y de policías muertos.
Y, previsiblemente, se invocará al referéndum de 1989 como legitimador democrático de la
ley.
Soy partidario de anular la ley de caducidad. Eso debe quedar claro. El golpe de Estado de
1973 me partió la adolescencia a la mitad, y, como les pasó a muchos de mi generación,
toda mi vida adulta, hasta donde recuerdo, estuvo marcada por la dictadura o por sus
secuelas. Eso me dejó experiencias horribles y otras que hasta hoy me emocionan. ¿Qué
puedo decir? Para bien o para mal, fue el tiempo que me tocó vivir. Sin embargo, sería
lamentable que la decisión de anular la ley de caducidad se basara en odios y pasiones que
tienen ya más de treinta años. Como sería lamentable que la discusión, que ine
vitablemente tendremos, quebrara principios indispensables para una convivencia cada vez
más democrática. Porque tenemos la obligación de resolver este asunto mirando hacia el
futuro y no hacia el pasado. Por eso, el propósito de este artículo no es tanto convencer
como revisar ideas, algunas favorables a mi decisión y otras opuestas a ella.
Tal vez la forma más limpia de cumplir ese objetivo sea reconocer que algunos argumentos
de quienes se oponen a la anulación son atendibles. Por eso dudé y discutí mucho antes de
decidirme a apoyarla. Por ejemplo, comparto el viejo principio de derecho por el que las
normas que crean delitos o aumentan las penas no deben aplicarse con retroactividad. De la
misma manera, creo que la "cosa juzgada" (la inmutabilidad de las sentencias, que impide
juzgar dos veces a una persona por el mismo delito) debe ser respetada, porque es una
garantía fundamental. Coincido también en que las leyes legítimamente aprobadas no
deberían ser anuladas, porque eso nos haría vivir en incertidumbre respecto a nuestros
derechos. Por último, creo que una decisión plebiscitaria libremente adoptada por el
pueblo debe ser respetada, porque es una de las expresiones más contundentes de la
democracia, nos guste o no nos guste su contenido.
Alguno se preguntará cómo, si acepto esas premisas, estoy dispuesto a anular una ley, a
que sean revisadas las sentencias dictadas al amparo de esa ley, a que la anulación afecte
a delitos cometidos con anterioridad, y a revisar el referéndum que en 1989 convalidó a la
ley de caducidad.
Juro que durante cierto tiempo esos argumentos me hicieron dudar. En algún momento llegué
a pensar que me sería imposible apoyar la anulación. Sin embargo, cada vez que llegaba a
esa conclusión, algo en mi interior me hacía sentir mal. No se trataba de la indignación
moral que causa ver impunes delitos gravísimos. Era algo más. La noción fortísima de que
algo se me pasaba por alto, la intuición de que, incluso desde el punto de vista jurídico,
me estaba equivocando. Podría haber justificado mi voluntad de que la caducidad fuera
anulada invocando el derecho humanitario internacional, o apelando a un instintivo sentido
de justicia, por el cual los asesinatos, las torturas, las violaciones y la desaparición
de niños no deben quedar impunes. Pero, para mal o para bien, soy abogado, y además creo
en la democracia. Por eso, la vigencia de las garantías constitucionales y el respeto a la
voluntad mayoritaria -aunque a veces resulten contradictorias- me parecen dos cosas
indispensables para la convivencia social, mucho más indispensables que el impersonal y
burocrático derecho internacional y que el siempre subjetivo sentido de justicia. Sin
embargo -repito- algo en mi interior me decía que me equivocaba. Decidí entonces repasar
en la memoria lo ocurrido entre marzo de 1985, cuando asumió Sanguinetti, y abril de 1989,
cuando se realizó el referéndum que convalidó la ley de caducidad. Y entonces entendí lo
que me molestaba.
El hecho es que me negaba a ver algo que, por alguna misteriosa razón psicológica, muchos
uruguayos nos negamos todavía a admitir: que la dictadura no terminó mágicamente el 1o de
marzo de 1985. Hagamos memoria. Las elecciones de 1984 no fueron libres. A los tres
candidatos más votados en la elección anterior, Wilson Ferreira Aldunate, Líber Seregni y
Jorge Batlle, no se les permitió postularse, y Wilson estaba preso en un cuartel de
Durazno. Después, cuando Sanguinetti asumió el gobierno, toda decisión que afectara al
poder militar causaba zozobra. Cuando los jueces empezaron a citar a los militares, el
comandante del ejército, Gral. Hugo Medina, en claro desacato, declaró públicamente que
había guardado las citaciones judiciales en la caja de seguridad del Comando y que ningún
militar iría a declarar. Luego, el 7 de marzo de 1991, en una entrevista que le realizó el
periodista César Di Candía para el semanario Búsqueda, Medina confirmó que había retenido
las citaciones y agregó que, en 1986, si no se hubiera aprobado la ley de caducidad,
habría habido un nuevo golpe militar.
La conclusión es obvia. La ley de caducidad no fue un acto libre, sino una medida
desesperada del Parlamento para evitar una nueva ruptura institucional. Viene luego el
referéndum de 1989. Y cualquiera que tenga memoria recordará que la campaña de los
defensores de la ley planteaba a los ciudadanos una opción tremenda: "hacer justicia o
preservar la paz". Una consulta popular legítima requiere que, cualquiera sea el
resultado, la paz y el acatamiento de lo resuelto estén asegurados. En abril de 1989
ocurría todo lo contrario. Desde el mismo gobierno se nos advertía que el rechazo de la
ley implicaría comprometer las instituciones.
Una vez más, la conclusión rompe los ojos. La aprobación de la ley de caducidad y el
referéndum que la convalidó no fueron actos libres del Parlamento ni del cuerpo electoral.
Los dos actuaron con un desacato militar en curso y bajo amenaza explícita de quiebre
institucional. Si eso es así, la ley, el referéndum, y las posteriores sentencias fundadas
en ellos, están viciadas de nulidad. No quiero extenderme más. Sé que lo que digo suena
desagradable. Por alguna razón, en nuestro imaginario colectivo, las elecciones de 1984
fueron el fin de la dictadura y el gobierno que las siguió un período de plena democracia.
Pero me permito decir que eso no es lo que realmente ocurrió. Podría agregar que la
Constitución, que garantiza el derecho a la vida, estaba vigente cuando ese derecho les
fue negado a las víctimas de la dictadura. Pero me conformo con poner sobre la mesa la
idea de que un período negro de nuestro pasado -y el período gris que lo siguió- necesitan
ser saneados. Por eso la necesidad de un nuevo y libre pronunciamiento popular que deje
claras las reglas con las que los uruguayos queremos seguir conviviendo en el futuro
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